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  • Aceptemos la aventura que se nos envía

    «Abandonó la habitación y regresó con una luz curiosa en los ojos al cabo de un momento. -Mirad, amigos -dijo, alargando el escudo hacia ellos-. Hace una hora era negro y sin emblema; y ahora, observad. El escudo se había vuelto brillante como la plata, y sobre él, más roja que la sangre o las cerezas, se veía la figura del león.

    -Sin duda -siguió el príncipe- esto significa que Aslan será nuestro buen señor, tanto si su intención es que muramos como que vivamos. Y para el caso es indiferente. Ahora, mi consejo es que nos arrodillemos y besemos su imagen, y luego que todos nos estrechemos las manos, como auténticos amigos que tal vez sean obligados a separarse dentro de poco. Y a continuación, descendamos a la ciudad y aceptemos la aventura que se nos envía.

    Y todos hicieron lo que decía el príncipe. Pero cuando Scrubb estrechó la mano de Jill, dijo:

    -Hasta pronto, Jill. Lamento haber sido un gallina y un cascarrabias. Espero que llegues a casa sana y salva.

    -Hasta pronto, Eustace -dijo ella por su parte-. Y siento haberme comportado tan mal.

    Y aquélla fue la primera vez que usaron sus nombres de pila, porque nadie lo hacía en la escuela.

    El príncipe hizo girar la llave de la puerta y descendieron la escalera: tres de ellos empuñaban espadas y Jill llevaba un cuchillo. Los sirvientes habían desaparecido y la enorme habitación situada al pie del torreón del príncipe estaba vacía. Las lámparas grises y lúgubres continuaban ardiendo y a su luz no tuvieron ninguna dificultad en cruzar galería tras galería y descender una escalera tras otra. Los ruidos del exterior del castillo no se oían con tanta facilidad allí como en la habitación de la parte superior. Dentro del edificio todo estaba tan silencioso como un sepulcro, y desierto. Hasta que doblaron una esquina para penetrar en el inmenso salón de la planta baja no encontraron al primer terrano: una criatura rechoncha y blanquecina con un rostro muy parecido al de un cerdo pequeño que estaba engullendo todos los restos de comida de las mesas».

    C.S. Lewis, Las crónicas de Narnia. La silla de plata, Planetalector 2013, p.283-285

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