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  • Como si estuviera en su casa

    «Esto es intolerable, Fiodor Pavlovitch –exclamó Miusov con voz trémula, incapaz de contenerse–. Está usted mintiendo, y sabe muy bien que esa estúpida anécdota es falsa, ¿por qué quiere hacerse el interesante?

    –Siempre he creído que era una solemne mentira–aceptó Fiodor Pavlovitch con vehemencia–. Eminente stárets, perdóneme: lo de Diderot, ha sido invención mía: se me ha ocurrido para sazonar la anécdota. Si me hago el interesante, Miusov, es para ser más agradable. Bien es verdad que muchas veces ni yo mismo sé por qué lo hago. […]

    –No se inquiete, por favor –dijo el stárets, levantándose sobre sus débiles piernas. Cogió a Miusov de las manos y le obligó a sentarse de nuevo. – Es usted mi huésped. […]

    –También a usted, Fiodor Pavlovitch le suplico que no se inquiete y que no se sienta cohibido –dijo el stárets con acento y ademán majestuosos–. Esté tranquilo, pórtese exactamente como si estuviera en su casa. Y, sobre todo, no se avergüence tanto de sí mismo, pues de ahí viene todo el mal. […]

    Usted mismo sabe lo que ha de hacer, pues tiene bastante entendimiento: no se entregue a la bebida ni a las intemperancias del lenguaje; no se deje llevar de la sensualidad y menos del amor al dinero; cierre sus tabernas, por los menos dos o tres si no puede cerrarlas todas. Y, sobre todo, no mienta.

    –¿Lo dice por lo de Diderot?

    –No, eso es lo de menos. Lo que importa es que no se mienta a sí mismo. El que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega a no saber lo que hay de verdad en él ni en torno de él, o sea que pierde el respeto a sí mismo y a los demás. Al no respetar a nadie, deja de querer, y para distraer el tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en algo, se entrega a las pasiones y a los placeres más bajos. Y todo ello procede de mentirse continuamente a sí mismo y a los demás. El que se miente a sí mismo, puede ser víctima de sus propias ofensas. A veces se experimenta un placer en auto-ofenderse, ¿verdad? […] Pero levántese y vuelva a ocupar su asiento…».

    Fiodor Dostoievski, Los hermanos Karamázov, Ed. Cátedra, p. 123-127.

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