• Eros

    Salón en la casa de los Capuleto. Tras ver por vez primera a Julieta, Romeo se pregunta: “¿Supe qué es amor? Ojos, desmentidlo, pues nunca hasta ahora la belleza he visto”.

    Ha terminado el baile. Exclama Julieta: “¡Oh, sobrehumano amor que me hace amar al odiado enemigo!”

    Cementerio de Verona. El príncipe de la ciudad, junto a los cadáveres de los amantes, se dirige a las familias enfrentadas: “Ved el castigo a vuestro odio: el cielo halla medios de matar vuestra dicha con el amor”.

    Es el amor de los protagonistas, en su inmadurez y fragilidad hasta acabar en el fracaso… que resulta ser lo único fecundo.

    ¿Qué hay en “amor” (sin artículo, como tantas veces aparece en nuestro teatro clásico español) que puede disponer de vidas y destinos, haciendo, sin embargo, máximamente libres a sus asaeteados? Porque se trata de los dardos de Eros, el más bello de los dioses (Platón), pero algo transformado, porque el antiguo dios del amor no se identificaba tanto con los suyos. Penélope no es para Ulises lo que Beatriz para Dante, ni Julieta para Romeo; Penélope no es el todo por lo que se arriesga todo, es parte de las posesiones de Ulises, si bien nobilísima. El Eros de los autores cristianos es más decisivo, más divino en su exigencia, porque ahora el amor se ha encarnado.

    Nos explica Hans Urs von Balthasar que en estos dramas del eros cristiano lo que de verdad mueve es, sí, el eros con sus encantos, la “divina locura del amor” (Platón de nuevo). Pero ahora el tú amado tiene en verdad la última palabra, una palabra absoluta que se impone creando un gran desorden en el mundo ajeno a él y haciendo surgir su propio orden como verdadera vida. No estamos, por tanto, ante un drama moral ni psicológico, no es una presentación de una experiencia parcial del hombre. El amor tiene aquí un alcance político y universal, porque reinterpreta la convivencia humana (las familias enemigas de Verona tienen que reconciliarse) y el sentido de la dignidad de la vida. El destino y la virtud libre se encuentran en el corazón del héroe como una sola cosa, siendo esta unidad participación de la unidad divina universal; por eso el gran instante esconde ya la eternidad. En el misterio de una contradicción extrema el poeta nos muestra el sentido más profundo de una verdad infinita.

    Es el amor-deseo elevado al infinito porque conoció el ágape, la caridad, el amor que se olvida de sí cuando se entrega. Sobre él descendió el rayo de la gloria de Dios que se oculta en la encarnación del Hijo de Dios; su fuerza transfiguradora se convirtió en la del perdón de los pecados y de la transfiguración del mundo. Su obsesión, ebriedad, éxtasis y temeridad se revaluaron hasta el martirio, porque sólo en Jesucristo una forma humana hace presente la divinidad.

    Pero en la Edad Moderna “amor” se transforma: lo que se quiere ya no es la amada, sino el estado glorioso-melancólico del poeta. Una energía cósmica cuyo punto focal no está en Dios, sino en el corazón del hombre, y así el eros no tiene más remedio que volverse melancólico. Sigue siendo, por una parte, redentor, porque hace saborear lo dulce en lo amargo y la eternidad en el instante, y, a la vez, irredento, porque reúne las contradicciones en su propia gloria más allá de la cual no conoce nada superior. En la belleza de esta forma del mundo ve contenida toda la belleza divina, detiene el instante ante el ser que se reduce a algo agotado. La época poscristiana moderna parte de haber conocido lo absoluto del tú en Cristo y en el Padre. Por eso, al desdibujarse su rostro personal y la certeza de su compañía, al oscurecerse la fe en Él, la melancolía y angustia latentes en la existencia finita se hacen extremas: mi infierno son los demás (Sartre), porque debería amarlos con un amor infinito imposible. Nietzsche fue muy consciente de lo que implicaba el teatro: la presencia en el mundo del amor encarnado de Dios; pero si este amor ha desaparecido, no queda sino la soledad creciente en la que se oscureció la luz del filósofo.

    Shakespeare, como Calderón o Lope de Vega, nos reconcilian mediante la catarsis dramática (Aristóteles), con el amor, es decir, con el eros y el ágape.

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