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  • La relación entre la Iglesia y el teatro: del aplauso a la proscripción

    Seguimos leyendo la historia de la relación entre la Iglesia y el teatro que nos explica Hans Urs von Balthasar. En números anteriores veíamos cómo, tras el rechazo inicial del cristianismo hacia el teatro, éste va reapareciendo en torno a la liturgia, aunque la relación Iglesia-teatro sigue siendo problemática. El carácter burlesco del mundo, denunciado públicamente desde el púlpito, es representado entusiásticamente por los humoristas. La dialéctica entre lo eclesial y lo mundano, lo reformado y lo católico adquiere en el marco cristiano un acento mucho más corrosivo que en la antigua comedia, que se burlaba de los dioses. Por todas partes aparece mezclado lo cómico-grotesco, lo cruel-satírico, aquel fondo de locura que siempre se procura derecho y espacio allí donde la erudición, la escolástica y la autoridad irrefutable se presentan como verdad exclusiva. Dentro y fuera de la Iglesia se celebran fiestas carnavalescas y burdas, en las que se hace parodia de la misa, frecuentemente de modo obsceno, y de las debilidades del clero. En todo clérigo que representa un papel sagrado ¿no se encuentra escondido un Tartufo, el falso devoto por antonomasia, cuyo desenmascaramiento es ya una obra de la verdad y de la rectitud?

    El protagonista de la obra Die Lästerer es un Don Juan ateo que con sus mujeres y compañeros borrachines quiere provocar a Dios: en una orgía, en la que Dios tiene que ser injuriado, aparece el espíritu de la Iglesia para llamar a los blasfemos a la conversión, pero se le hace huir; sigue el trajín, y entonces aparece la muerte, cuya mano fría va agarrando a cada uno y entregando a todos al diablo. ¿Tiene que aplaudir la Iglesia este tipo de obras o debe oponerse? Tendrá que alternar ambas cosas. Idénticas obras son permitidas en una ciudad y prohibidas en otras.

    En el s. XV en Italia, país donde las comedias romanas eran imprimidas e imitadas y donde había surgido la comedia dell’arte, los actores, súbditos del Papa, parecían librarse de la excomunión, incluso en el extranjero. En Inglaterra sólo en los reinados de Isabel y Jacobo I estuvo permitido el teatro. En el año 1600 al menos uno de estos actores, Shakespeare, recibe la coat armour, pero mientras a las puertas de Londres se edifica un teatro tras otro crece el más vehemente puritanismo antiteatral, manteniéndose la polémica hasta el siglo siguiente. En Alemania, tras una simpatía inicial de la Reforma hacia el teatro, habiendo Lutero recomendado las comedias de Terencio como “espejo de la vida”, luego el calvinismo lo prohibió en las ciudades protestantes, mientras que en las católicas se mantuvo el drama jesuítico. Tampoco en Francia la situación fue mejor.

    En España, el país teatral clásico de Europa, los autos sacramentales florecen con gran esplendor, mientras que los temas mundanos llenan las comedias. Entre la clarividencia teológica y la maestría poética casi cualquier materia se hace transparente al misterio eucarístico: temas de la antigüedad mítica, del Antiguo Testamento o del mundo se dejan explicar por la fuerza de una religión capaz siempre de actualizarse. La fe en la presencia eucarística del Señor hace posible que gracia y naturaleza aparezcan simultáneamente, sacando una a otra a la luz. En el genio extraordinario de Lope de Vega ambas cosas son inseparables: en su propia vida se unen el espíritu más libertino y aventurero con el de un sacerdote y penitente (algo similar a Calderón, Tirso y Moreto). Con sus obras lleva todo al extremo de que Felipe II manda en 1598 cerrar los teatros profanos de Madrid. Pero el poeta se sirve de sus espectáculos religiosos para hacer que los teatros reabran dos años después. ¿Qué es en estos autores lo religioso y lo profano? Ambos elementos marcan de modo central el alma de sus autores, de sus obras y de la Iglesia que retratan. Pero aún en este momento, en su mayor esplendor, es el teatro considerado sólo falsedad. En el siguiente número abordaremos lo que el teatro puede aportarnos hoy.

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