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  • La relación entre la Iglesia y el teatro: del misterio al drama

    Continuamos el repaso a la historia de la relación entre la Iglesia y el teatro que, leyendo a Hans Urs von Balthasar, comenzamos en el anterior número de nuestro boletín.
    El rechazo de los primeros tiempos de la Iglesia a la realidad del teatro, y, en particular, la proscripción de los actores, se mantiene en los diversos reinos tras la caída del imperio romano. No obstante, con el tiempo, en Occidente la liturgia va desarrollando posibilidades teatrales: los ministros se dividen en dos coros que se alternan, los textos de los cantos se amplían de forma didáctica y poética por medio de “tropos”, los textos de la Escritura se reparten a los personajes completándolos con sencillas escenas dramáticas.
    La contemplación de los misterios de la salvación tiene el efecto de inculcar lo maravilloso y paradójico de esta historia única, efectivamente sucedida, que se representa para mí: todo el acontecimiento ha sucedido en favor mío, y me compromete a mí mismo. Si el misterio de la muerte de Cristo en lugar de los pecadores no es representable, se usan otros elementos, visibles, que lo aclaren, como en las representaciones ingenuas del descenso de Cristo a los infiernos, que transmiten la conciencia viva de una acción que todo lo transforma, prolongando así una teología que estaba viva en los autores cristianos antiguos, llamados Padres de la Iglesia, y en los iconos orientales, pero había quedado soterrada en la sistematización escolástica. Estas representaciones, que formaron parte integrante de la liturgia en el s. X, independizándose luego en el s. XI, descubren poderes que deciden sobre el destino eterno de los hombres, poderes que a las artes plásticas quedan ocultos. Conocemos el caso de unas representaciones bizantinas de la Pasión del s. IX, que, quizá a través de las cruzadas, llegan a Occidente, y la monja Roswita compone en el s. X seis leyendas dramáticas.
    Con el tiempo se va enriqueciendo la temática, se independizan los episodios bíblicos, se introducen leyendas de santos, se desarrolla incluso toda la historia de la salvación, desde la creación, paraíso y pecado original hasta el juicio final, en representaciones impresionantes que requieren muchos días y cientos de actores, hasta que estas representaciones se extinguen y mueren en su propia carencia de formas. Pero lo destacable es que este proceso rebasa las fronteras del templo y traslada la representación hasta la plaza de la ciudad, de manera que el pueblo empieza a entrar en la representación, al principio bajo la vigilancia del clero, después –agrupados en gremios propios– asumiendo la dirección; con ello la lengua nacional desplaza al latín y de manera imparable, en el interior del teatro religioso, entra lo profano. Se vuelven a revivir los temas de la Antigüedad, como la guerra de Troya. Interesante es la obra Christos Paschon, atribuida antiguamente a Gregorio Nacianceno, que depende literalmente de la tragedia antigua: María Dolorosa es un reflejo de Hécuba y Andrómaca, sus lamentos son un centón de Eurípides, con citas de Esquilo y Licofrón.
    Pero la tensión entre la Iglesia y el mundo de la escena no se resolvió tan fácilmente: los juglares del s. XII que, a menudo acompañados de clérigos vagos, van mostrando de pueblo en pueblo sus artes de prestidigitación, son todavía tratados con desprecio por teólogos, predicadores y concilios, apoyándose en textos de los Padres; incluso los clérigos que les administran los sacramentos quedan suspendidos. Cierto que algunos teólogos son más benévolos, como Santo Tomás, que afirma que: “quien sabe ejercer su oficio decorosamente, no peca”, como los “cantores” que proclaman las canciones de los héroes y declaman las vidas de los santos.
    En próximos números de nuestro boletín veremos ejemplos de cómo se fue desarrollando la relación entre la Iglesia y el teatro en los reinos cristianos.

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