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  • Antón Chéjov

    Konstantín Stanislavski narra en sus memorias cómo el encuentro con Antón Chéjov fue de enorme importancia para su propio trabajo como actor y director. En su opinión, la “tarea superior” de este autor fue la lucha contra el estancamiento de la existencia burguesa, aunque en una lectura superficial del texto no se manifieste: “Las obras de Chéjov no descubren enseguida su significado poético. Al leerlas parece que no tienen nada que contar. ¿La fábula, el argumento? Se contarían en pocas palabras. ¿Los personajes? Hay muchos buenos, pero ninguno destacado, tras el que saldría corriendo un buen actor que persiguiese papeles de gran relieve. Un ojo poco perspicaz tiene  la sensación de que Chéjov se ocupa solamente de describir la vida cotidiana y los pequeños detalles que la caracterizan. Pero todo esto es necesario para él únicamente como contraste con el elevado sueño que vive incesantemente en su alma, repleta de ansias y esperanzas”.

    Tras la revolución rusa, la figura de Chéjov quedó un tanto relegada, como la de alguien de tiempos pasados. Pero Stanislavski sabía bien cuál era su valor: “Chéjov es inagotable porque habla siempre en su leitmotiv fundamental no de lo casual o particular, sino de lo Humano, así, con mayúscula. Todo pertenece a la región de lo eterno, de lo que no se puede hablar sin emoción. Desgraciadamente, el sueño de Chéjov es mucho más difícil de traducir en el escenario que la parte externa, costumbrista, de la obra. El crepúsculo, el amanecer, la tormenta, la lluvia, los primeros cantos de las aves, las pisadas de caballos en el puente y el ruido del carruaje al alejarse, las campanadas de reloj, el canto del grillo, la campana de la iglesia que toca a rebato: Chéjov necesita todo esto, no para crear un efecto escénico externo, sino para desvelar ante nosotros la vida del espíritu humano”.

    Pero su teatro no busca el lucimiento de las individualidades: “Chéjov demostró, mejor que cualquier otro, que la acción escénica debía concretarse en el sentimiento interior, y que sobre él, una vez eliminado todo lo pseudoescénico, se puede fundamentar la obra dramática en el teatro. Es preciso ser, es decir, vivir, existir, desplazarse a lo largo de la arteria espiritual principal, que se encuentra hundida a mucha profundidad. Mientras la acción externa en escena divierte, distrae o excita los nervios, la interior contagia, se apodera de nuestra alma”.

    “Chéjov busca su verdad en los estados de ánimo más íntimos, en los desvanes más recónditos del alma. Es esta verdad la que emociona por lo que tiene de inesperada, por la vinculación misteriosa con el pasado olvidado, con los inexplicables presentimientos sobre el futuro; por la lógica especial de la vida, en la que parece faltar el sentido común, y que aparentemente se burla cruelmente de las personas, llevándolas a un callejón sin salida”.

    A los 46 años la tuberculosis  venció a nuestro autor, fruto de una dura infancia y juventud y del contacto con sus pacientes. “Allí donde se hallaba Chéjov, incluso enfermo, muy a menudo reinaba la broma, el chiste, la risa y hasta las travesuras. ¿Quién sabía hacer reír mejor que él o decir tonterías con semblante serio? ¿Quién odiaba más que él la ignorancia, la incultura, la grosería, el tedio, los chismes, la villanía y el eterno y ocioso tomar el té? ¿Quién más que él ansiaba la vida, la cultura, en cualquiera de sus manifestaciones?”

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